¿VOLVERÁ EL VOTO CASTIGO?

 

En el lenguaje político cotidiano se entiende por “voto castigo” aquel mediante el cual los ciudadanos expresan su descontento e inconformidad con la situación que están viviendo. Las condiciones económicas del grupo familiar se convierten en factor determinante a la hora de decidir por quién votar. Cuando el elector siente que sus necesidades son satisfechas cabalmente, tiende a premiar al gobernante de turno y en caso contrario se impone el rechazo absoluto e irrevocable como castigo.
En circunstancias de crisis social, económica y política, el sujeto electoral debe recibir explicaciones precisas y convincentes de las razones que provocaron tal crisis para mantener su preferencia electoral. Cuando esa crisis está asociada a la ineficiencia, la corrupción administrativa y la perversión política de los funcionarios públicos se impone el “voto castigo” porque el rencor y el resentimiento social se convierten en la motivación esencial de la conducta electoral. No es un voto razonado, es una reacción emocional ante una realidad social que debe cambiar.


En el caso venezolano, ha predominado un “discurso oficial” que adjudica a las sanciones y el bloqueo económico la causa total del deterioro de los servicios públicos, la bonificación del salario, la destrucción de los beneficios laborales, la desastrosa caída del ingreso familiar y la perdida de la calidad de vida. Sin embargo, los escandalosos hechos de corrupción que marcaron la destrucción de la industria petrolera y las empresas básicas combinados con la decadencia de la función pública marcada por la ineficiencia, la arrogancia política y el burocratismo han demostrado que las sanciones han causado tanto daño al país como la corrupción y la ineficiencia administrativa. Este contraste al alcance de todos, está poniendo fin a la lealtad incondicional y abre un espacio palpable al “voto castigo”.
Cuando la preferencia electoral está determinada por el “voto castigo” la polarización ideológica pierde espacio como estrategia electoral porque los puntos de vista de la sociedad se nutren de un componente afectivo que identifica como responsables de los grandes problemas del país a los funcionarios públicos que son percibidos como incapaces para resolverlos. Se impone el rechazo y se utiliza el voto como instrumento de venganza.
Los estudios y sondeos sobre preferencia electoral, que merecen atención por su rigor científico, demuestran que una inmensa mayoría manifiesta su decisión de votar por un candidato emergente que se presenta como una alternativa para superar el pasado e impulsar el cambio necesario. La estridencia oficial luce agotada y el discurso de las sanciones como causal de la crisis no tiene eco popular porque el pueblo se ha percatado de indecorosas negociaciones de una ostentosa elite política que recuerdan el papel de las “cúpulas podridas” que tanto denunció y enfrentó el comandante Chávez.
En un escenario nacional de descontento generalizado se desarrolla un rechazo hacía las elites políticas porque se percibe que solo trabajan en defensa de sus intereses particulares. Los partidos políticos no representan a nadie porque ya no son agentes que organizan la lucha por reivindicaciones populares y quedaron reducidos a una elite desvinculada de las mayorías sociales. El descontento popular también se expresa con un rotundo rechazo a la política y los políticos y se alinea con el “voto castigo”.
En un escenario electoral con un profundo descontento popular, la gente tiende a rechazar los responsables de ese descontento y buscar alternativas emergentes utilizando el “voto castigo” como instrumento democrático. La lealtad política, las convicciones ideológicas y la identidad partidista pasan a un segundo plano.
En 1998 el pueblo castigó a las “cúpulas podridas” con su voto y apareció un candidato emergente que revolucionó el país. Como dijo el barbudo de Tréveris: “La historia se repite dos veces, la primera como tragedia y la segunda como farsa”.

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