JUAN GABRIEL EL DIVO DE AMÉRICA

El 28 de agosto de 2016, el Palacio de Bellas Artes amaneció en silencio. Afuera, miles de personas se formaban con flores, fotografías, discos y lágrimas. No había concierto esa noche, pero todos sabían que era Juan Gabriel quien volvía a casa.
Un día antes, a las 11:43 de la mañana, Alberto Aguilera Valadez —el verdadero nombre del Divo de Juárez— se había de un inf@rto en su casa de Santa Mónica, California, a los 66 años. La noticia sacudió a México como un temblor. Porque con su partida, se fue una voz, pero también una forma de amar, de sufrir, de cantar.
Juan Gabriel no nació entre lujos. Nació el 7 de enero de 1950 en Parácuaro, Michoacán, y desde niño conoció el abandono y la carencia. Su padre fue internado en un hospital psiquiátrico cuando él era apenas un bebé, y su madre, sin recursos, lo dejó en un internado en Ciudad Juárez. Tenía cuatro años.
Fue ahí, en el internado de la escuela de mejoramiento social número 1, donde conoció al maestro Juan Contreras, quien le enseñó música y le dio una razón para quedarse de pie. Juan Gabriel siempre dijo que ese hombre le salvó la vida. Y en su honor, más tarde adoptó el nombre artístico de “Juan”.
La música fue su refugio. A los 13 años ya componía canciones. A los 21, después de haber sido detenido injustamente por un robo que no cometió y pasar año y medio en Lecumberri, salió con la convicción de que nadie más definiría su destino.
En 1971 grabó su primer éxito, No tengo dinero. Y a partir de ahí, no paró. Escribió más de 1,800 canciones, muchas de ellas himnos del corazón mexicano: Querida, Hasta que te conocí, Amor eterno, Así fue, Abrázame muy fuerte.
Pero Juan Gabriel no solo componía. Se entregaba. En cada concierto, en cada nota, en cada gesto exagerado, estaba todo él: su dolor, su pasado, su alegría, su libertad.
Fue uno de los primeros artistas latinos en llenar el Bellas Artes. En una escena que quedó grabada en la historia, con un traje blanco resplandeciente, cantó frente a una orquesta sinfónica y se inclinó hacia el público con una sonrisa tímida y agradecida. “Lo que se ve no se juzga”, dijo años después en una entrevista. Y el pueblo lo entendió: no importaba cómo era, sino lo que hacía sentir.
Su música cruzó fronteras. Fue cantado por Rocío Dúrcal, Luis Miguel, Isabel Pantoja, Vicente Fernández y decenas más. Pero nunca dejó de ser ese niño de Juárez con hambre de ser escuchado.
El día que se fue, estaba en plena gira México es todo. Apenas una noche antes había cantado en Los Ángeles, frente a más de 17,000 personas. Cerró el show con México lindo y querido, y mientras sonaban los mariachis, dijo:
“Gracias por todo su amor. ¡Felicidades para todos, todos los que estamos orgullosos de ser mexicanos!”
Fue su última serenata.
Cuando su cuerpo llegó a Bellas Artes, más de 700,000 personas acudieron a despedirlo. Algunos cantaban. Otros rezaban. Muchos lloraban. Porque no se iba un cantante. Se iba un pedazo del alma mexicana.
Pero Juan Gabriel nunca se fue del todo. Su música sigue sonando en fiestas, en funerales, en karaokes, en corazones. Y cada vez que alguien canta con los ojos cerrados una de sus letras, él regresa un poco.
Porque hay artistas que desaparecen, y hay otros que se quedan a vivir en nosotros.
Y Juan Gabriel… se quedó.